El Sentido de la Bioética
Ciencia y Religión: ¿Enemigos?
Octubre 2008. El aparente conflicto entre la ciencia y la religión es un tema al que tarde o temprano llego cuando platico entre amigos y conocidos. Muchas personas piensan que estas dos poderosas fuerzas en nuestra sociedad son incompatibles entre sí. Inclusive hay quienes afirman que existe un “conflicto inherente” entre las dos.
La reacción de la gente al enterarse de que soy científico y sacerdote católico, comúnmente es de sorpresa, con la consiguiente pregunta: ¿cómo le hace? Aunque al observador común puede parecerle que la ciencia y la religión hacen afirmaciones opuestas respecto a una misma cuestión, en realidad no es así.
Ya desde el siglo XVI un reconocido hombre de la Iglesia, el Cardenal Baronio, hacía notar que la religión nos enseña “cómo llegar al cielo, no cómo funciona el cielo”. La ciencia, efectivamente, se ocupa del mundo físico y de “cómo funciona el cielo”. Esta simple pero importante distinción, incorporada más tarde a los escritos de Galileo, nos recuerda que la ciencia y la religión no son objetivamente contrarios entre sí puesto que sus dominios son independientes y muy particulares.
No obstante, el que se desenvuelvan en territorios diferentes no les impide dialogar entre sí, y de hecho deben hacerlo. Albert Einstein ya consideraba esto cuando hizo aquella observación ahora famosa: “La ciencia sin religión es coja; la religión sin ciencia es ciega”. La ciencia y la religión se necesitan mutuamente y deben trabajar juntas. El Papa Juan Pablo II hizo esta misma afirmación fundamental al establecer que “La ciencia puede purificar a la religión del error y la superstición. La religión puede purificar a la ciencia de la idolatría y de los falsos absolutos”.
Sin embargo, esta tarea de colaboración y purificación no es fácil en un ambiente de mutua desconfianza, sospecha y hostilidad. Una explicación a estas asperezas es que la forma en que la religión purifica a la ciencia es haciendo insistencia en la primacía de la ética. Pero muchos científicos se niegan a admitir que los intereses de la humanidad se cumplen auténticamente sólo si el conocimiento científico va acompañado de una conciencia recta, y que el filtro de la ética modera la actividad científica.
De hecho, el afamado conflicto entre religión y ciencia resulta ser realmente entre hombres de ciencia y hombres de religión, y no entre la ciencia y la religión mismas. Algunos científicos se sienten incómodos al ver que la ciencia no puede explicar adecuadamente las cuestiones de valor, o dar respuesta a las preguntas que la religión sí responde. De igual forma, algunos hombres de fe se incomodan cuando tienen que aceptar que la Biblia no es, de hecho, un libro de texto científico.
Otra explicación a la desconfianza entre científicos y gente de fe puede ser la mala voluntad generada por las opiniones de una minoría de científicos que insinúan que la religión tiene “una influencia debilitante en el cerebro”, o que los hombres y mujeres de fe que viven de acuerdo al dogma religioso y apegados a principios éticos invariables “no tienen el problema de pensar”. En realidad es de todo lo contrario. La verdadera religión, como la buena ciencia, promueve una racionalidad más mesurada y un razonamiento más ordenado al momento de reflexionar sobre el mundo creado del cual todos somos parte. Los dogmas religiosos y los principios éticos firmes no reprimen el pensamiento del estudiante más de lo que lo reprimen las definiciones absolutas y los postulados inalterables de la geometría. Estas reglas de la geometría no “nos evitan el problema de pensar” sino al contrario, nos ayudan a pensar de una manera estructurada, dándonos las categorías precisas y necesarias para adentrarnos más a fondo en esta rama de las matemáticas. De modo similar, el dogma religioso y las sólidas enseñanzas éticas nos proporcionan los fundamentos esenciales que necesitamos para entrar adecuadamente en una argumentación sobre las cuestiones últimas que toda persona enfrenta, cuestiones de propósito, moralidad y destino humano. La religión, en palabras de G. K. Chesterton, “no es un freno al pensamiento, sino una base fértil y una provocación constante del pensamiento”.
Dejar atrás la desconfianza mutua que se ha generado entre científicos y hombres de fe es, por lo tanto, el primer paso para comprender que la ciencia y la religión no son enemigos en lo absoluto. Ambas son capaces no sólo de coexistir en paz sino que, al interior del científico mismo, la religión y la ciencia pueden interconectarse y fortalecerse mutuamente. Quizá quien mejor lo ha expresado fue Johanes Kepler, pionero en astronomía, matemático y primero en calcular las órbitas elípticas de los planetas: “El objetivo principal de todas las investigaciones sobre el mundo exterior debe ser descubrir el orden racional y la armonía que Dios le impuso, y que Él nos reveló en el lenguaje de las matemáticas”.
Esa fuente de racionalidad, que es Dios mismo, debe ser en cada uno de nosotros la fuente que nos llene de asombro continuamente, así como lo fue para Einstein al darse cuenta de que “Lo más incomprensible del universo es que es comprensible”.